Hace un año tuve que finalizar la relación más importante de mi vida. Recuerdo cuándo acabó. No, no fue el día que lo dejé; fue un domingo a las 9:00 a.m. Él llegó muy tarde a nuestra cita con una actitud especialmente distante, jamás volvió a ser como cuando nos conocimos. Pocas veces, o tal vez nunca, entendí la función de estar conmigo, pues éramos personas muy distintas: Yo solía ser risueña, muy amiguera y de carácter altamente sociable; él, sumamente brillante, pero reservado y en ocasiones, agresivo. Cuando nos conocimos no se cansaba de decirme lo afortunado que se sentía de estar conmigo, pero un día, recuerdo el día exacto, simplemente se fue.
Pese a tener sospechas que explicaban su cambio, quise pensar lo mejor de él. Grave error. Yo sabía que algo estaba mal y lo confronté en más de una ocasión: “Si yo no te quisiera, no estaría aquí”. Esa es la mentira más grande que no sólo me ha podido decir él, sino toda esta cultura que siempre tiene alguna excusa para la falta de compromiso. A la mala, entendí que existen muchos motivos para estar con alguien, y es frustrante e hiriente, porque todo parecía indicar que el único y el más importante de los motivos debería ser la existencia del amor mismo; pero la dependencia, el narcicismo, la soberbia, la violencia y hasta la tristeza son elementos “suficientes”, aceptados y naturalizados para unir a una pareja.
Vivimos en una época tan individualista que los motivos “negativos” cada vez son más frecuentes. Aprender a vivir con uno mismo, en soledad y en quietud, son retos cada vez más grandes y complejos que pocos están dispuestos a contraer.