La fotografía es, antes que nada, una manera de mirar. No es la mirada misma.
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A los 17 años empecé a interesarme por la fotografía. Mi padre, por entonces, me regaló una cámara compacta, pero no pasó mucho tiempo para que decidiera cambiarla por una réflex. Recuerdo en general esos años de manera fragmentada y borrosa. Quizá la metáfora más común para hablar de la memoria a partir del siglo XX es la de la cámara fotográfica, como si nuestros recuerdos se archivaran de manera estática e inmutable. En realidad, estos se modifican constantemente: leer un recuerdo borroso es en gran parte reescribirlo. Freud habló de la memoria en términos de escritura a partir de 1925, pero antes ya había usado la metáfora de la cámara fotográfica para describir el mecanismo del aparato psíquico. Algún fotógrafo, cuyo nombre no se me viene a la mente ahora, dijo que el inconsciente es el curador de nuestras fotografías, lo que significa que aquello que capturamos, aquello que elegimos fijar a través de la lente, es algo que ya estaba escrito en nosotros. Y es acaso por esa razón que este episodio en particular destaca con mayor nitidez del bokeh de mi memoria.
Ana apareció en mi vida una tarde de noviembre. La había visto algunas veces antes; estudiaba en la misma escuela que yo, pero nunca intercambiamos palabras. La recuerdo particularmente en una clase de literatura, sentada siempre junto a una ventana. Alguna vez la vi en el metro, cruzamos la mirada en varias ocasiones, pero nada más. Era solitaria. Todos estos eventos fueron significativos sólo en retrospectiva; en su momento, carecían de importancia. En ocasiones, después del primer encuentro, llegué a preguntarles a mis compañeros sobre ella, pero al parecer siempre pasó inadvertida. Después me di cuenta de que su rostro me recordaba por instantes al de aquella niña de mi infancia con quien salía a jugar; pero el recuerdo de la pequeña Laura me pone triste inevitablemente, pues un día desapareció y no supe más de ella; no estoy seguro de si, en su momento, me enteré de lo que sucedió en realidad. Quizá esa semejanza hizo que simpatizara desde siempre con el rostro de Ana.

Noviembre. Un parque. En esos años, solía pensar en el amor en términos poéticos: quizá existe una persona única para cada quien, y el destino se encargará de unirlas.
Un parque. Una banca. Al salir de clases solía explorar las calles que rodeaban la escuela en busca de fotografías. En algún lugar leí que uno no toma las fotografías, sino que las hace. Pero estoy seguro de que yo no creé a Ana: ella estaba sentada en la banca de una jardinera un tanto derruida; un árbol alto rodeado de arbustos secos a sus espaldas enmarcaba la escena, y un rayo de sol se colaba entre su mirada y sus cabellos. Me acerqué. El contraste era evidente: la decadencia y la belleza, incluso la vida y la muerte. Las fotografías son conceptos. Ella sabía quién era yo: un compañero de clases, nada más. Quizá aquel que participaba cuando analizábamos historias en clase de literatura: no a todos les gustaba leer. Por eso sonrió cuando me hinqué para retratarla. Antes de seguir mi camino, le agradecí con la mirada.
Antes de tomar una fotografía, uno concibe ideas sobre lo que anhelamos, pero la realidad interfiere con sus miles de variaciones. Acaso las ideas nacen del contacto inmediato entre nuestros deseos, nuestro saber y la salvaje realidad. Creo que fue Ansel Adams quien dijo esa frase que me ha obsesionado desde que la leí en alguna revista: “no tomas una foto, la haces”. ¿Existe entonces una relación entre la fotografía y el alma? Antes de hincarme en el parque y disparar aquel retrato, Ana no habitaba en mí; fue a partir de ese momento que empezó a anidarse y a crecer en mi interior una imagen, unos ojos, una idea. Ana se convirtió poco a poco en un ser más real e inabarcable.
Era difícil no pensar en ella. Había impreso aquel retrato después de haberle hecho algunos retoques: subir las luces, las sombras, intensificar el contraste. Al revelar la fotografía en la computadora, encontré elementos que no había registrado hasta entonces en mi consciencia, por ejemplo, un carro negro al fondo y, más pequeña pero llamativa, una paleta tirada en el suelo. Quise quitarla de la foto desde que la vi, pero pensé que era un trabajo excesivo; a final de cuentas, el encanto de la fotografía callejera radica en esos detalles inesperados. Pensaba en Ana, en su mirada dulce pero triste. Cada día miraba su retrato; suponía, como hubiera pensado cualquier chico de 18 años, que ella era el amor de mi vida, que bastaba con acercarme, hablarle, y que ese primer contacto sería tan natural como una continuación, como si nos conociéramos de toda la vida. ¿O no es así como imaginamos que es el amor? Pero yo era tímido. La miraba de lejos entre la gente, caminando sola. En más de una ocasión la observé cruzando la avenida que desembocaba en el metro; me ponía nervioso en esos instantes al verla siempre distraída o ensimismada. Cuando su pie tocaba la banqueta, era un remanso para mi exaltado corazón. Todos los días me recriminaba el no haberle hablado, pero fantaseaba con posibles diálogos y encuentros casuales. Empecé a imaginar coincidencias en nuestros intereses: música, lecturas, pasatiempos. No cabía duda de que estaba enamorado, pero mi personalidad me convertía en un caballero medieval: el amor cortés, las almas, la contemplación. En clase, de nuevo, junto a la ventana, un rayo de luz sobre su cabello.
En esos días, mi obsesión por Ana se acrecentaba. Soñé con ella en más de una ocasión; oía su voz dirigirse a mí, una voz suave y delicada, pero siempre a punto de quebrarse. En mi sueño, siempre aparecíamos en casa, y aunque estábamos juntos, me sentía con algo de angustia, ¿acaso porque me era imposible hablarle en la realidad? Pero ¿cuál era la diferencia entre el sueño y la realidad? A final de cuentas el sueño no es sino un cúmulo de imágenes que produce nuestro inconsciente, al igual que lo real: vemos el mundo a través de nuestras nostalgias y de nuestras obsesiones, de las imágenes que nos han marcado. Estando despiertos, vivimos a través de imágenes, no hay otra cosa que circule con mayor flujo en las redes sociales, que cada vez nos consumen más. Nadie podría negar que nuestra manera de pensar, de imaginar y de recordar se ha alterado para siempre por estas estructuras virtuales: miríadas de imágenes que se desvanecen una tras otra en cuestión de instantes. Entonces ¿cuál es la diferencia entre el sueño y la realidad?
Por esta razón nunca quise publicar el retrato de Ana. No quería que se perdiera en el océano banal de Facebook o Instagram, quería que fuera sólo mío. Lo observaba todos los días, su rostro, su pose, su cabello, pero también la jardinera, el carro, la paleta en el suelo. Cada vez, con más insistencia, pensaba en esa paleta, su tono rojo atrapaba mi atención como un elemento hipnótico.
Empecé a leer hace unos días el libro de Susan Sontag Sobre la fotografía, a raíz de mi interés por contar mi recuerdo del retrato de Ana. En una página leo que: “Fotografiar personas es violarlas, pues se les ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente”. Algo de la esencia de Ana me pertenecía, y eso era intransferible; aunque no pudiera poseerla físicamente, lo hacía de manera simbólica. Sin embargo, poco a poco, la angustia que sentía en mis sueños empezó a trasladarse a la vigilia, ver su retrato ya no era motivo de complacencia y fantasía sino de desesperación y zozobra, pero sobre todo la paleta roja, en el centro de la foto, ¿por qué me angustiaba tanto un elemento tan insignificante? Cuando estuve en ese punto, dejé de ir a la escuela varios días; salía a caminar a hacer más fotografías para tratar de desviar mi mente, para anclarme con alguna forma estética que me liberara, pero no sucedió. Regresaba a casa a ver el retrato. “Los usos talismánicos de las fotografías -escribe Sontag- expresan una actitud sentimental e implícitamente mágica; son tentativas de alcanzar o apropiarse de otra realidad”. ¿Pero qué clase de magia negra transformó mi amor en obsesión y luego en un desquiciado tormento por algo tan baladí como una paleta?
Así fue que un día, en las cimas de mi desesperación, tomé una decisión: quizá la única solución a mis pesares era hablar con Ana de una vez por todas. Entonces tomé una chamarra, una gorra y salí por la puerta con rumbo a la escuela. Algunos compañeros me vieron con sorpresa, otros con extrañeza, pues entré sin dirigirle la palabra a nadie; recorrí el salón con la mirada en busca de Ana, pero no la encontré. Salí con prisa y di una vuelta por los pasillos sin éxito. Con el ánimo decaído, tomé el camino a casa. Unas calles antes de llegar, una silueta se empezó a dibujar frente a mí; unos pasos más adelante su rostro se definió, me era familiar, mas no lograba enfocar de quién se trataba. “¿Fred?, ¿eres tú?” Le respondí amablemente a la señora, ya que pareció alegrarse de verme. “¡Qué grande estás! ¡Y qué guapo! Siempre te recuerdo de cuando eras chiquito, ¡es una sorpresa verte!” Algo en mi interior empezaba a darle sentido a ese rostro desconocido. En ese punto, mi corazón empezó a latir con mayor intensidad y una sudoración recorrió mi cuerpo. Con tristeza y nostalgia en su mirada, la señora añadió: “A mi Laurita le habría encantado verte así, seguro seguirían siendo inseparables. Pero, ah, los planes de Dios. Ese accidente vino a cambiarnos la vida. Tú has de haber sufrido mucho, ¡tan pequeño y ver una imagen tan fuerte!”. No pude contenerme y me alejé corriendo del lugar. Algo de pronto me hacía sentir como en un plano distinto, fuera de mí. Al dar la vuelta en mi calle, las imágenes empezaron a surgir desde el fondo de mi ser: dos niños pequeños afuera de la casa, una pelota que se aleja; la pequeña camina tras ella hacia el centro de la calle, distraída con algo que trae entre las manos. Entonces el carro negro, el impacto… la paleta en el suelo al lado de su mano. Bañado en llanto, sin apenas poder respirar, corrí a mi cuarto para ver el retrato. Tomé la fotografía en mis manos, no podía quitarme la imagen de la pequeña Ana Laura tendida en el suelo. Sabiendo lo que iba a encontrar, miré aquella imagen que nunca fue un retrato: una jardinera al centro, al fondo un carro negro; en primer plano, una paleta en el suelo.
Leo ahora en el libro de Sontag: “Todas las fotografías atestiguan la despiadada disolución del tiempo”.

José Alfredo Lasserre Cedillo
Aspirante a muchos sueños, pero, en concreto, licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Profesor del Colegio de Bachilleres. Estudiante de Filosofía en la UNAM. Aficionado a los libros, a la música y a cocinar pizza. Admirador del boxeo, del ajedrez y de los gatos..