Caminábamos por el centro de la ciudad de México, mientras anochecía. Acabábamos de conocernos y, tal vez porque ella es de Buenos Aires y yo un apasionado de deporte de las patadas, dos temas ocuparon nuestra conversación: la ciudad y el futbol. Fue inevitable que comparáramos la locura que entrañan las capitales latinoamericanas y la pasión futbolera que se vive en sus calles. Entonces llegó la pregunta incómoda, ¿a quién le vas?, a lo que contestó: “Soy hincha de Boca… y de Huracán.” La respuesta me dejó perplejo. No dudaba ni un momento de la pasión que el futbol despertaba en ella, pero no podía entender lo que escuchaba. ¿Una argentina que es hincha de dos equipos? Esto me parecía una traición, como si ella fuera una “pecho frío”, como dirían los sudamericanos. “Bueno, ¿pero a quién le vas más?”, insistí, en un ridículo intento por encajonar su postura en mi visión conservadora. “A los dos. Vos sabés, para muchos es difícil de entender, pero soy hincha de ambos.”
La afirmación de quien se convirtió en una entrañable amiga me dio vueltas por la cabeza durante años. ¿Cómo explicar el amor por más de un club? ¿Qué está detrás del discurso que nos impone amar a sólo un equipo por el resto de tu vida?

La “fidelidad”
Imagina que estás a las puertas de una iglesia y caminas rumbo al altar. Vistes tus mejores ropas. Suena el órgano y das pasos temerosos mientras lanzas sonrisitas nerviosas a las y los asistentes, quienes son más de los que podrías imaginar. De pronto, caes en cuenta de que el camino es muy largo porque no entras a una iglesia; en realidad se trata de un estadio repleto de aficionades que lanzan cánticos y porras. Por fin, llegas al centro del campo, donde el sumo sacerdote toma tus manos y las coloca sobre un balón y una camiseta, la de tu club favorito. “¿Aceptas serle fiel a [inserta el nombre de tu equipo] en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y la adversidad, cuando se consagren campeones o cuando sufran el descenso, amarlo y respetarlo durante todos los días de tu vida?” El estadio calla y espera tu respuesta. Sientes la presión de la tribu. Vacilante y con la frente sudorosa contestas, casi como un susurro: “Sí, acepto”.
Es un lugar común decir que las personas pueden cambiar de pareja sentimental, nacionalidad, convicciones políticas, familia o religión, pero jamás de equipo de futbol. Parece que ser aficionado es un compromiso que se adquiere para toda la vida. Aquellos que se atreven a dejar a su primer equipo son despreciados por el resto de la afición y suelen ser considerados como algo parecido a un espécimen degenerado, un ser que no tiene idea de la fidelidad. Si, por otro lado, alguien decide manifestar una postura futbolera poliamorosa, es clasificado como un mentiroso, alguien incapaz de entender al balompié con seriedad y que no sólo sería un traidor, sino también un cínico.
El problema reside en que la noción de fidelidad entre aficionado y club esta basada no sólo en la exclusividad de los afectos – idea de por sí problemática –, sino también en el odio que debe experimentarse por los equipos rivales y sus seguidores. De modo que amar a un equipo implica despreciar a los contrarios, desearles el mal, descalificarlos y minimizar sus éxitos. En esta visión los otros siempre son enemigos. ¿Es posible modificar estos principios? Desde luego que sí.
La libertad como bandera
Como toda construcción sociocultural, ser aficionado implica un aprendizaje que puede ser transformado. En la noción conservadora de lo que significa ser “hincha” todavía permea un discurso basado en el odio y el desprecio por los demás. Esta retórica nos impide vivir el placer por el futbol en términos amplios y diversos. Cuando supe que el amor por el balompié no obedecía a las fronteras planteadas por el color de las camisetas, entendí con claridad a lo que se refería mi amiga argentina. Y me parece que en ese terreno la principal bandera que ondea es la de la libertad: la capacidad y el derecho para decidir el modo y el alcance de nuestras filias, si construimos una relación monógama con un equipo o poliamorosa. Sea como fuere, polígamos o monógamos, el odio está en fuera de juego. Dentro de la cancha los demás serán mis rivales, pero no mis enemigos. Y en ese campo los afectos por otros clubes echan raíces con mayor facilidad.
Hoy en día me confieso incapaz de ser poliamoroso dentro y fuera de la cancha, pero comprendo perfectamente a quienes se aventuran por sus misteriosas aguas. Y, en cierto modo, les agradezco, porque desde entonces he apreciado mucho más los goles y las gambetas, vengan de donde vengan.
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Autor: Giovanni Alejandro Pérez Uriarte. Licenciado en Estudios Latinoamericanos y Maestro en Historia por la UNAM. Sus investigaciones versan sobre la historia social y cultural del futbol. Desde que era un niño supo que quería ser historiador. Le gustan las palabras esdrújulas, andar en bicicleta y mirar cacomixtles, a quienes considera sus hermanes. Se considera torpe en el uso de la tecnología. Quizá por eso el mundo digital le parece enigmático, misterioso y casi inevitable.