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En cabeza de poetas, toda palabra es distopía

Bien instituido por el órgano rector de la lengua, una distopía es una representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana. Dicho de esta manera, no hay otra realidad más distópica que la que se gesta en la mente del poeta que, insatisfecho por el amor no correspondido o por tener la maldición de retratar la miseria humana, es culpable de ilustrar los escenarios más catastróficos y adornarlos como si fueran dignos de ser vividos. 

En cada siglo, han existido poetas que cumplen especialmente con la fatalidad profética y pretenden ser los que despierten al mundo de su sentimentalismo. Por mencionar algunos, los próceres del romanticismo del siglo XIX, como Gustavo Adolfo Bécquer, cuya Rima LVI alude a la distopía de que el corazón, máquina que no se detiene, sufre ¡pero siquiera padecer es vivir!”; o la generación de poetas malditos, en su mayoría franceses, donde see encuentra Charles Baudelaire con su poema Bendición:

Cuando, por un decreto de las potencias supremas,
El Poeta aparece en este mundo hastiado,
Su madre espantada y llena de blasfemias
Crispa sus puños hacia Dios, que de ella se apiada:

-“¡Ah! ¡no haber parido todo un nudo de víboras,
Antes que amamantar esta irrisión!
¡Maldita sea la noche de placeres efímeros
En que mi vientre concibió mi expiación!

poetas

Hay mundos personales, catastróficos, cuya distopía es la insatisfacción sin remedio, pero las mayores distopías son las de aquellos cuyo mal no es únicamente el mundo que se consume en padecer las propias pasiones, sino las que miran la miseria del mundo naciente y anuncian la derrota en el momento preciso.

Allen Ginsberg, poeta de la generación beat y constructor de distopías por excelencia, trata de darnos razones suficientes para decidirnos por mundos peores a los que vemos: “Yo vi las mejores mentes de mi generación destruidas por locura sufriendo fríos hambres histéricas desnudas”, con pocos momentos de lucidez enmarcados por las drogas y el jazz. 

Por otro lado, también es labor social evidenciar esta realidad, alguna vez exaltada y ahora decaída. La distopía, según Óscar Galindo Villarroel, doctor en filología hispánica, es “el discurso antimoderno, y a su vez plenamente moderno” que surge luego de una sociedad herida por dos guerras mundiales y por un mundo polarizado y casi destruido.

América, te lo he dado todo y ahora nada soy.

América dos dólares y veintisiete centavos enero 17, 1956.

No puedo soportar mi propia mente.

América ¿cuándo pondremos fin a la guerra humana?

Ve a fornicarte con tu bomba atómica.

Yo no me siento bien no me fastidies.

(América, Ginsberg, 1956)

“Si la utopía es el sueño de la ciudad cristalina o transparente, los vapores industriales retornan y hacen opaca e invisible esta posibilidad”, continúa diciendo el filólogo. Sin embargo, lo que caracteriza a Ginsberg, y a los demás beatniks, es que ese mundo distópico que describían no eran los mundos lejanos de la obra de George Orwell o de Aldous Huxley, sino los estragos de la modernidad desde su condición: veteranos de guerra, yonquis, obreros y una sexualidad fluida. 

No son sus memorias personales lo que nos dejaron, no son pensamientos resultantes de sus experiencias amorosas, sino son una expresión profética del lugar al que el discurso del progreso nos conducirá. Lo particular de estas visiones es que el poeta todo lo transforma, volviendo un cuadro de la vida cotidiana en un escenario de ficción, como la imagen de un girasol a la orilla de las vías del tren:

Toda esa vestimenta de polvo, ese velo de oscura piel de ferrocarril, hollín para la mejilla, párpado de negra miseria, mano tiznada o falo o protuberancia artificial peor-que-lo-sucio — industrial — moderna — toda esa civilización manchando tu enloquecida corona de oro —

De los surrealistas, otros incomprendidos, André Breton dice en su manifiesto: “Tanto va la fe a la vida, a lo que en la vida hay de más precario — me refiero a la vida real —, que finalmente esa fe se pierde”, y finalmente de eso van las distopías, alertan que las cosas pueden estar peor (o que lo están) y que, frente a la inminente realidad, la esperanza se pierde.

A lo largo de los siglos, a los poetas les ha tocado ensuciarse las manos con ese trabajo, ya sea con sus propios demonios o con los de la sociedad; exorcizarse, dirán algunos; escapar de la lógica de la razón para enfrentar el sufrimiento o los miedos del futuro; y ser críticos, con la moral y el saber, para conducirnos a los mundos de su cabeza.

Pero en medio de toda historia distópica, también hay algo de utopía, igual que en los poemas más esperanzadores, la respuesta para el desastre es el amor, porque como Allen Ginsberg lo dijo en su Canción, “El peso del mundo es el amor”, aunque muy a su estilo:

—No somos nuestra piel de mugre, no somos nuestra locomotora de pavor desolada polvosa y sin imagen, todos somos bellos girasoles dorados en nuestra interioridad, fuimos bendecidos por nuestras propias semillas y por nuestros cuerpos de oro, realizados, con pelambre y desnudos que crecen en la negra locura solemne de los girasoles durante las puestas del Sol, espiados por nuestros ojos desde la sombra de una loca locomotora a la orilla de un río en el ocaso de la ciudad de San Francisco con colina de lata una tarde que estuve sentado en la visión.

(Sutra del Girasol, Ginsberg, 1955)

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Jorge Escárcega

Username: Jorge García Escárcega

Comunicólogo de profesión, filósofo por casualidad e incomprendido gracias a Dios. Periodista interesado por los procesos que están detrás de todo, ha invertido 23 años de su vida en recorrer las calles de la Ciudad de México para comprobar ese viejo cuento de que “cada cabeza es un mundo”.

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